La cuestión de las retenciones va mucho más allá de ser un simple capítulo más de la puja distributiva. No es una cuestión de reparto de renta, con empresarios o chacareros ricos que se niegan a entregar un parte de sus ganancias, frente a un gobierno que le pide “un esfuerzo a los que más tienen”.
El gobierno, como su antecesor, y todos los que vienen desde la crisis del 2002, encontraron que los derechos de exportación son fáciles de recaudar. A la manera de un guapo de barrio, le dice a los del campo “te espero en el puerto”. Ahí está el embudo por el que pasa toda la producción exportable. Y para cargar un barco no solo hay que pedir permiso sino que hay que pasar por la caja de la Aduana.
Al principio, con la crisis del 2002, se pidió un “módico” 10%. La devaluación con la salida de la convertibilidad había sido del 70%, así que el argumento fue “para compensar el overshooting” (el sobresalto del dólar).
Cuando asumió Néstor Kirchner en el 2003, las de la soja –ya el principal producto agrícola– se duplicaron. Cuando se fue Lavagna y continuó Felisa Miceli, las subieron al 27. Cuando ganó CFK a fines del 2007, Néstor le dejó la mesa servida con el 35% a su flamante ministro de Economía, Martín Lousteau. Un despropósito: el productor mandaba tres camiones al puerto, con el flete pago, y cobraba dos. Uno, hundido.
Pero los precios de la soja, que en el 2003 estaban en magros 300 dólares, habían levado anclas. Y la tentación fue enorme. En marzo, vino el intento de las retenciones móviles, con la idea de capturar toda la eventual renta generada por la bonanza de precios. El campo se plantó y ya sabemos lo que sucedió.
Quedaron igual en el 35%. Macri eliminó las del trigo y el maíz (hasta entonces eran del 23 y 20%, respectivamente) y redujo las de la soja, que inmediatamente bajaron al 30%. Prometió una reducción del 5% por año hasta llegar a menos del 20% al final de su mandato. La crisis fiscal lo llevó a incumplir su promesa. Volvieron aunque ahora para toda la economía.
Y ahora, el flamante gobierno de Alberto Fernández aplica un reajuste que tira por la borda cualquier ilusión de que el facilismo del “te espero en el puerto” cambie la historia. Ruinas circulares, recurrentes. Amarga imagen de inmovilismo y falta de creatividad. Pan para hoy y hambre para mañana.
El peor problema de los derechos de exportación es que alteran la relación de precios y costos. Los costos de los fertilizantes, la maquinaria agrícola, los agroquímicos y toda la parafernalia que se requiere para obtener los altos rindes que exhibe hoy el agro, se cotizan en dólares “llenos”. Pero a la hora de cobrar, los precios tienen recortes de entre el 12 y el 30%. Esto lleva a usar modelos de baja tecnología (“extensivos”) que al final del día se traducen en menor producción y menos ingreso de divisas.
En la lectura de los reclamos de los productores, prevalece el argumento de la discriminación. Es el único sector de la economía que paga esta gabela, que implica mucho más que la alícuota general del impuesto a las ganancias. El 30% de retenciones equivale el 80% de la renta teórica en los mejores planteos agrícolas de las mejores tierras. Ni hablar de lo que sucede cuando se está más lejos de los puertos y en tierras de menor potencial.
Fuente: Clarin Rural.
Por Héctor Huergo